SAN ISIDORO DE
SEVILLA
Nunca la ciudad del Betis se
había distinguido en el cultivo de las letras.
Ni un orador, ni un poeta, ni un solo escritor de nombre habían
producido sus aulas en los cinco siglos de la dominación romana. De repente, se convierte en maestra de la
península; y fue aquella familia, llegada de la provincia cartaginense, la que
hizo brotar allí la luz del saber. Una oscuridad completa envuelve la vida de
los piadosos extranjeros en los primeros años de su residencia en la región
sevillana.
Los padres mueren cuando el hijo menor no ha salido aún de la infancia.
Leandro el primogénito, es ya un hombre serio, en el que se revelan todos los
rasgos de un carácter. Formado desde su infancia en todas las disciplinas que
estudiaban antaño los hijos de los patricios hispanorromanos, más que en el
ejército, parece destinado a brillar en la magistratura o en el gobierno de la Iglesia.
Dueño ahora de un rico patrimonio y administrador de la herencia de sus hermanos
menores, toma una resolución extrema. Destina
sus riquezas a la propagación de la vida monástica. Dos monasterios surgen en la región de
Sevilla, uno de hombres y otro de mujeres. En este último coloca a su hermana
Florentina. En el otro monasterio se
reservó Leandro la dirección de las almas y el establecimiento de la
disciplina.
Isidor vivía allí a su lado, nutriéndose con el doble aliento de la
piedad y de la ciencia. La formación de
aquel niño era el objeto de todos sus cuidados.
En él, veía indicios de un porvenir brillante. Un día, incapaz Isidoro de meterse en la
cabeza la lección, huye de la escuela monasterial, y echa a andar sin rombo
fijo por la campiña del Guadalquivir. Fatigado
y sediento se sienta a la orilla de un pozo y empieza a mirar atentamente los
huecos abiertos en el borde del brocal.
Estaba pensando de dónde podían provenir aquellos surcos, cuando una mujer,
que llegaba con un cántaro en el brazo, le explica que las gotas de agua al
caer un día tras otro en el mismo sitio, habían llegado a cavar la piedra. Entonces pensó el niño, que si el agua
cayendo lentamente, puede llegar a vencer la dureza de la piedra, de igual
manera su espíritu, duro y rebelde, llegaría a recibir la huella de la
enseñanza. Y volviendo al lado de su
hermano, terminó rápidamente su educación sin acobardarse ante las dificultades
de latín, del griego y del hebreo.
En el año 598, las llamas destruyeron el archivo del imperio, y tal vez
fue este el motivo que llevó a Leandro una vez más a desplazarse a
Constantinopla. Entretanto, Isidoro le
había reemplazado en el monasterio sevillano.
Había cumplido los treinta años de edad, tiempo requerido para la ordenación
sacerdotal.
La lección, decía Leandro, necesita del auxilio de la memoria. La lección y la meditación así miradas serán
el principio de todo aprovechamiento, pues si por la una aprendemos lo que
ignoramos, por la otra conservamos lo aprendido.
Isidoro, siguiendo las enseñanzas de su hermano mayor, lee
metódicamente, infatigablemente, extractando lo que más le interesa y le
impresiona, y ordenándolo primero en su memoria. Busca libros por todas partes, libros
clásicos y patrísticos, latinos y griegos, poéticos y jurídicos, científicos y
filosóficos. Un libro nuevo era para él
una gracia de Dios y la mayor de las venturas.
Pero no estudiaba movido únicamente por un vano deseo de saber, sino por
sacar de la barbarie al mundo antiguo,
ser útil a sus compatriotas. Su
erudición científica era innegable, desde Plinio no se había levantado un
hombre que supiese tanto como él, y pasarán muchos siglos sin que aparezca otro
sabio semejante. Su obra es el único
síntoma de vida intelectual que encontramos en la Europa occidental por
espacio de doscientos años.
Su biblioteca era la más rica de su tiempo,
y la Edad Media
difícilmente logrará reunir otra semejante.
Muchos libros que él leyó y extractó desaparecieron para siempre, y hoy los
conocemos por sus extractos. En su
biblioteca había de todo; libros de
teología y poesía, filosofía e historia, astronomía y medicina. Los santos padres viven con los autores
profanos, las actas conciliares se juntan con las leyes de los juristas
romanos, los decretos imperiales tienen su complemento en las decretales de los
papas. Allí está la riqueza de Isidoro,
allí su orgullo, su cariño, su más exquisito cuidado.
Analizando y comparando sus escritos, la crítica moderna ha logrado
reconstruir las obras más importantes que Isidoro tenía en sus “escrinios”, y
hoy ya sabemos qué libros consultaba cuando escribía de física, de mineralogía,
de geografía, o de historia natural. En
realidad Isidoro era un admirador apasionado de la cultura antigua.
Isidoro empezaba su carrera científica con una empresa gigante que le
convierte en el heredero más fiel del pensamiento de San Jerónimo. España recogió su obra con entusiasmo y la
guardó con veneración. Un español, el
poeta Teodulfo, la dio a conocer en la corte de Carlomagno, y desde allí su influencia
se extiende hasta las orillas del Rhin.
Luego, cruzando los Alpes, penetra en los monasterios lombardos y llega
a introducirse en los círculos oficiales de la Iglesia. Isidoro recordaba aquellas
palabras de San Jerónimo: “Ama la
ciencia de la escritura y no amarás los vicios de la carne”
El día 13 de Mayo del año 599,
murió su hermano Leandro, cuando ya Isidoro era obispo. El sabía que en adelante las preocupaciones
literarias tenían que pasar en su vida a segundo plano. “Pero el episcopado – decía él- es nombre de
trabajo, no de honor, y por tanto no es obispo el que lleva el báculo para
figurar sino para ser útil a los demás”.
Isidoro prosiguió ahora desde la cátedra episcopal aquella lucha contra
la ignorancia que venía sosteniendo hacía más de diez años con la pluma y con
la enseñanza escolar. El deber de la
predicación era para él de lo más importante de su nueva dignidad. Nada más necesario para un obispo que el
conocimiento de las Escrituras, sin el cual por muy santo que sea no puede ser
útil a los demás. Junto a la enseñanza
del púlpito las tareas de la cátedra, vigilando y fomentando personalmente la
formación de su clero, como la había visto hacer a su hermano Leandro.
Dotado de una incomparable elocuencia, se hacía entender de la gente más
humilde. Tenía todo lo que hace el buen
orador; la ciencia, la presencia, la facilidad, la gracia, y, sobre todo, la
bondad. Hasta nosotros ha llegado un
acento isidoriano: “Son muchos aquellos que engañados por el enemigo dicen en
su interior: soy joven todavía, es la edad de gozar del mundo. Cuando llegue la
vejez entonces haré penitencia. ¡Pobre
de ti si piensas de esta manera, pues ni un solo día, ni una hora de tu vida
tienes en tu poder!
La adolescencia de Isidoro se había deslizado entre amagos de
persecución y estruendos de polémica. Él
mismo había intervenido en las discusiones y había hecho frente a las
violencias, pero la lucha terminó con el triunfo completo de la causa que
defendía. Desde la conversión de Recaredo, la ortodoxia reina en España casi
sin contradicción. Las grandes herejías
históricas de la Península ,
el priscilianismo y el arrianismo, aniquiladas en braga (562) y en Toledo
(589), habían perdido toda influencia en la vida nacional. Sus últimos partidarios se agazapan en la
sombra o bien prefieren desterrarse, como aquel obispo arriano de Mérida, Sona,
el rival de Masona, que renuncia a vivir bajo el cetro de un rey católico; o
morirse, como el obispo de Narbona, Ataloco, a quien la tristeza por la ruina
de su causa lleva súbitamente al sepulcro.
Ya apenas hay discusión, no hay más que la confesión explícita de la fe
en fórmulas minuciosas, excogitadas por teólogos sutiles que no dejan el menor
resquicio por donde pueda escaparse el adversario.
La manera de trabajar del obispo de Sevilla es siempre la misma:
consulta sus ficheros donde todo está cuidadosamente ordenado, recoge el fruto
de sus inmensas lecturas, copia, resume, hilvana, mezclando con la doctrina de
los antiguos sus propias reflexiones, e imprimiendo con frecuencia su sello
personal en las ideas viejas. En cuanto
al pensamiento, más que el suyo, nos presenta el de la tradición
cristiana. Eco de toda la era patriarcal
y último de los Padres Occidentales, condensa cuanto le dejaron los siglos
pasados.
En una carta dirigida a su hermana Florentina, le recomienda:
“Mejor es conferenciar que leer, porque si la lectura es útil para la
instrucción, seguida de la conferencia penetra más profundamente en el
entendimiento humano.
“Ruégote, (continua escribiendo San Isidoro a su hermana Florentina) que
fomentes en ti constantemente la afición a leer; porque cuanto más asiduo es uno a los santos
libros, tanto mayor será la inteligencia que saque de ellos, de la misma manera
que cuanto más se cultiva el campo, más abundante frutos produce.
Por muy tardo que tenga un hombre los sentidos, siempre llegará a
comprender algo de los sagrados misterios, si es tenaz en la lectura……
…La lección, dice, necesita del
auxilio de la memoria….. la lección y la meditación será el principio de todo
aprovechamiento, pues si por la una, aprendemos lo que ignoramos, por la otra,
conservamos lo aprendido”
En medio de un siglo de tinieblas y de errores, su nombre es un faro de
ortodoxia, cuyas llamaradas iluminan todos los campos de la teología. Los teólogos carolingios, que tanto
discutieron acerca de la predestinación, invocaron la autoridad de san Isidoro,
y alguna vez en apoyo de sus errores.
Isidoro prolífico, escribió tratados filosóficos, lingüísticos e
históricos. De entre sus numerosas obras,
destacan: “De Natura Rerum,” sobre la fuerza de las cosas, un libro de
astronomía e historia dedicado al rey visigodo Sisebuto. “El Liber Numerorum,” “Las Diferencia,” “Las
Sentencias,” “Viris Ilustribus,” entre otras muchas obras más.
Pero Isidoro quería hacer público su plan de corregir, ampliar y
completar aquella obra en la que se había propuesto condensar todo el saber de
la antigüedad. El libro donde culmina la producción extensa y variada del
gran polígrafo, monumento gigantesco, cristalización genial de los
conocimientos que había atesorado en su memoria y almacenado Nexus
ficheros. Todo el saber antiguo debía
estar aquí condensado, sistematizado y ordenado. “LAS ETIMOLOGÍAS,” una primera enciclopedia
escrita en la cultura occidental, y toma su nombre del procedimiento de
enseñaza que utiliza. Empieza siempre la
exposición buscando el significado original de la palabra. De aquí el nombre de “Orígenes” o “Etimoligías”
El estudio de las artes liberales, le sirve de introducción. Siguen las
nociones fundamentales de la medicina, y tras ella las leyes de los tiempos,
con un breve resumen de la historia universal.
A continuación, la noticia de las cosas sagradas, de la religión y de
las sectas; y luego la exposición de toda suerte de conocimientos
profanos: lingüística y etnológica;
sociología y jurisprudencia; geografía y agricultura; historia natural y
cosmología; lengua, raza, monstruos, animales, minerales, plantas, edificios,
campos, caminos, jardines, construcciones, bibliotecas, vestidos, costumbres,
instrumentos de la paz y de la guerra, ciencia militar, máquinas y utensilios
de todas clases. Partiendo de Dios, pasa
por los ángeles hasta el hombre, baja del hombre a los animales para extenderse
luego al reino inanimado, al mundo material con sus partes, átomos y
elementos. Desde la teología hasta la
indumentaria, desde el cedro del Líbano hasta el isótopo del arroyo.
Entendiendo Isidoro que su misión aún es más alta todavía, traza un
puente entre el mundo antiguo y el nuevo, armonizando el conocimiento profano y
la conquista de los siglos que no conocieron a Cristo con el pensamiento más
alto de la filosofía cristiana.
Las Etimologías fue el primer retorno al mundo pagano después de la
ofensiva de los bárbaros. Por ella empezaron
a admirar la antigüedad los discípulos de San Isidoro, y en ella aprendieron el
amor a los clásicos, aquellos poetas polemistas en la corte de Carlomagno.
Se trata ciertamente de una obra más basta que profunda, pero aún así es
casi increíble cómo pudo realizarla un solo hombre, y un hombre cuya vida se
desarrolló preferentemente entre las agitaciones del gobierno, de la política y
de la administración. La
Edad Media apenas podía comprender en una
cabeza tantas y tan diversas ciencias.
La labor de Isidoro había sido una labor abnegada, a veces impersonal y
con frecuencia anónima. Su obra había
salvado una civilización al darse cuenta de la necesidad más urgente de aquella
sociedad que empezaba a reorganizarse.
Vio con claridad meridiana su misión de pedagogo, no solo de un pueblo,
sino también de un mundo. La
España visigótica vivía del impulso de Isidoro, lo mismo en
el aspecto religioso que en el literario y social. Es seguro que sin la personalidad de Isidoro
hubiera tomado un sesgo muy distinto toda la cultura medieval. Aquella España que había permanecido
replegada en sí misma desde los últimos días de imperio romano, sin el espíritu
peregrinante de las cristiandades célticas, sin el anhelo misional de los mojes
merovingios, penetra de súbito en todos los círculos de la sociedad nueva por
medio de los libros de su gran doctor.
Esos libros pasan las fronteras antes de morir Isidoro, y aún no ha
terminado aquel glorioso siglo VII, cuando ya se leen en los centros
científicos de Italia, Francia, Irlanda, Inglaterra y las orillas del Rhin.
Todos los grandes maestros carolingios, y los sajones que les preceden,
son admiradores incondicionales, lectores, imitadores y extractadores del
obispo de Sevilla. Muchos siglos antes
que Alfonso X el Sabio mandase traducir en romance castellano las Etimologías,
ya se leían en lengua alemana las sentencias y otros libros isidorianos.
El día cuatro de Abril del año 636, la muerte del metropolitano venía a
interrumpir los júbilos pascuales. Todas
las campanas de Sevilla y del entorno, lloraron la desaparición del hombre en
torno del cual había girado la historia de España durante medio siglo.
En un amplio sarcófago familiar en un rincón al parecer, de la iglesia
de San Vicente, descansan el sueño eterno de los tres hermanos, Leandro,
Florentina e Isidoro.
El 23 de Diciembre del año 1063, el rey Fernando Magno ordenó el
traslado de los restos de San Isidoro a León, y fueron depositados en una
basílica que se
acababa de construir, la que desde
entonces se llamó Iglesia de San Isidoro.
Nada hay mejor que la sabiduría, nada más dulce que la prudencia, nada
más bello que la ciencia, nada peor que la necedad, nada más torpe que la
estulticia. (necedad, tontería), nada más feo que la ignorancia, madre de los
errores y fuente de los vicios. El sumo
bien es saber lo que has de evitar; la
suma miseria, ignorar adonde vas.
Ama pues la sabiduría y te revelará sus secretos. Acércate a ella, conversa con ella, frecuenta
su trato y te instruirá. No te avergüences de preguntar a otros lo que tú no
entiendes.
Manuel Garrido
No hay comentarios:
Publicar un comentario