sábado, 3 de noviembre de 2018


                                 SAN ISIDORO DE SEVILLA


   Nunca la ciudad del Betis se había distinguido en el cultivo de las letras.  Ni un orador, ni un poeta, ni un solo escritor de nombre habían producido sus aulas en los cinco siglos de la dominación romana.  De repente, se convierte en maestra de la península; y fue aquella familia, llegada de la provincia cartaginense, la que hizo brotar allí la luz del saber. Una oscuridad completa envuelve la vida de los piadosos extranjeros en los primeros años de su residencia en la región sevillana.
   Los padres mueren cuando el hijo menor no ha salido aún de la infancia. Leandro el primogénito, es ya un hombre serio, en el que se revelan todos los rasgos de un carácter. Formado desde su infancia en todas las disciplinas que estudiaban antaño los hijos de los patricios hispanorromanos, más que en el ejército, parece destinado a brillar en la magistratura o en el gobierno de la Iglesia. 
   Dueño ahora de un rico patrimonio y administrador de la herencia de sus hermanos menores, toma una resolución extrema.  Destina sus riquezas a la propagación de la vida monástica.  Dos monasterios surgen en la región de Sevilla, uno de hombres y otro de mujeres. En este último coloca a su hermana Florentina.  En el otro monasterio se reservó Leandro la dirección de las almas y el establecimiento de la disciplina. 
  
   Isidor vivía allí a su lado, nutriéndose con el doble aliento de la piedad y de la ciencia.  La formación de aquel niño era el objeto de todos sus cuidados.  En él, veía indicios de un porvenir brillante.  Un día, incapaz Isidoro de meterse en la cabeza la lección, huye de la escuela monasterial, y echa a andar sin rombo fijo por la campiña del Guadalquivir.  Fatigado y sediento se sienta a la orilla de un pozo y empieza a mirar atentamente los huecos abiertos en el borde del brocal.  Estaba pensando de dónde podían provenir aquellos surcos, cuando una mujer, que llegaba con un cántaro en el brazo, le explica que las gotas de agua al caer un día tras otro en el mismo sitio, habían llegado a cavar la piedra.  Entonces pensó el niño, que si el agua cayendo lentamente, puede llegar a vencer la dureza de la piedra, de igual manera su espíritu, duro y rebelde, llegaría a recibir la huella de la enseñanza.  Y volviendo al lado de su hermano, terminó rápidamente su educación sin acobardarse ante las dificultades de latín, del griego y del hebreo.

   En el año 598, las llamas destruyeron el archivo del imperio, y tal vez fue este el motivo que llevó a Leandro una vez más a desplazarse a Constantinopla.  Entretanto, Isidoro le había reemplazado en el monasterio sevillano.  Había cumplido los treinta años de edad,  tiempo requerido para la ordenación sacerdotal.
   La lección, decía Leandro, necesita del auxilio de la memoria.  La lección y la meditación así miradas serán el principio de todo aprovechamiento, pues si por la una aprendemos lo que ignoramos, por la otra conservamos lo aprendido.
   Isidoro, siguiendo las enseñanzas de su hermano mayor, lee metódicamente, infatigablemente, extractando lo que más le interesa y le impresiona, y ordenándolo primero en su memoria.  Busca libros por todas partes, libros clásicos y patrísticos, latinos y griegos, poéticos y jurídicos, científicos y filosóficos.  Un libro nuevo era para él una gracia de Dios y la mayor de las venturas.  Pero no estudiaba movido únicamente por un vano deseo de saber, sino por sacar de la barbarie al mundo antiguo,  ser útil a sus compatriotas.  Su erudición científica era innegable, desde Plinio no se había levantado un hombre que supiese tanto como él, y pasarán muchos siglos sin que aparezca otro sabio semejante.  Su obra es el único síntoma de vida intelectual que encontramos en la Europa occidental por espacio de doscientos años.
    Su biblioteca era la más rica de su tiempo, y la Edad Media difícilmente logrará reunir otra semejante.  Muchos libros que él leyó y extractó desaparecieron para siempre, y hoy los conocemos por sus extractos.  En su biblioteca había de todo;  libros de teología y poesía, filosofía e historia, astronomía y medicina.  Los santos padres viven con los autores profanos, las actas conciliares se juntan con las leyes de los juristas romanos, los decretos imperiales tienen su complemento en las decretales de los papas.  Allí está la riqueza de Isidoro, allí su orgullo, su cariño, su más exquisito cuidado.
   Analizando y comparando sus escritos, la crítica moderna ha logrado reconstruir las obras más importantes que Isidoro tenía en sus “escrinios”, y hoy ya sabemos qué libros consultaba cuando escribía de física, de mineralogía, de geografía, o de historia natural.  En realidad Isidoro era un admirador apasionado de la cultura antigua.

   Isidoro empezaba su carrera científica con una empresa gigante que le convierte en el heredero más fiel del pensamiento de San Jerónimo.  España recogió su obra con entusiasmo y la guardó con veneración.  Un español, el poeta Teodulfo, la dio a conocer en la corte de Carlomagno, y desde allí su influencia se extiende hasta las orillas del Rhin.  Luego, cruzando los Alpes, penetra en los monasterios lombardos y llega a introducirse en los círculos oficiales de la Iglesia.  Isidoro recordaba aquellas palabras de San Jerónimo:  “Ama la ciencia de la escritura y no amarás los vicios de la carne”

El día 13 de Mayo del año 599, murió su hermano Leandro, cuando ya Isidoro era obispo.  El sabía que en adelante las preocupaciones literarias tenían que pasar en su vida a segundo plano.  “Pero el episcopado – decía él- es nombre de trabajo, no de honor, y por tanto no es obispo el que lleva el báculo para figurar sino para ser útil a los demás”. 
   Isidoro prosiguió ahora desde la cátedra episcopal aquella lucha contra la ignorancia que venía sosteniendo hacía más de diez años con la pluma y con la enseñanza escolar.  El deber de la predicación era para él de lo más importante de su nueva dignidad.  Nada más necesario para un obispo que el conocimiento de las Escrituras, sin el cual por muy santo que sea no puede ser útil a los demás.  Junto a la enseñanza del púlpito las tareas de la cátedra, vigilando y fomentando personalmente la formación de su clero, como la había visto hacer a su hermano Leandro.
   Dotado de una incomparable elocuencia, se hacía entender de la gente más humilde.  Tenía todo lo que hace el buen orador; la ciencia, la presencia, la facilidad, la gracia, y, sobre todo, la bondad.  Hasta nosotros ha llegado un acento isidoriano: “Son muchos aquellos que engañados por el enemigo dicen en su interior: soy joven todavía, es la edad de gozar del mundo. Cuando llegue la vejez entonces haré penitencia.  ¡Pobre de ti si piensas de esta manera, pues ni un solo día, ni una hora de tu vida tienes en tu poder!

   La adolescencia de Isidoro se había deslizado entre amagos de persecución y estruendos de polémica.  Él mismo había intervenido en las discusiones y había hecho frente a las violencias, pero la lucha terminó con el triunfo completo de la causa que defendía. Desde la conversión de Recaredo, la ortodoxia reina en España casi sin contradicción.  Las grandes herejías históricas de la Península, el priscilianismo y el arrianismo, aniquiladas en braga (562) y en Toledo (589), habían perdido toda influencia en la vida nacional.   Sus últimos partidarios se agazapan en la sombra o bien prefieren desterrarse, como aquel obispo arriano de Mérida, Sona, el rival de Masona, que renuncia a vivir bajo el cetro de un rey católico; o morirse, como el obispo de Narbona, Ataloco, a quien la tristeza por la ruina de su causa lleva súbitamente al sepulcro.  Ya apenas hay discusión, no hay más que la confesión explícita de la fe en fórmulas minuciosas, excogitadas por teólogos sutiles que no dejan el menor resquicio por donde pueda escaparse el adversario.
   La manera de trabajar del obispo de Sevilla es siempre la misma: consulta sus ficheros donde todo está cuidadosamente ordenado, recoge el fruto de sus inmensas lecturas, copia, resume, hilvana, mezclando con la doctrina de los antiguos sus propias reflexiones, e imprimiendo con frecuencia su sello personal en las ideas viejas.  En cuanto al pensamiento, más que el suyo, nos presenta el de la tradición cristiana.  Eco de toda la era patriarcal y último de los Padres Occidentales, condensa cuanto le dejaron los siglos pasados.  

   En una carta dirigida a su hermana Florentina, le recomienda:
   “Mejor es conferenciar que leer, porque si la lectura es útil para la instrucción, seguida de la conferencia penetra más profundamente en el entendimiento humano.
   “Ruégote, (continua escribiendo San Isidoro a su hermana Florentina) que fomentes en ti constantemente la afición a leer;  porque cuanto más asiduo es uno a los santos libros, tanto mayor será la inteligencia que saque de ellos, de la misma manera que cuanto más se cultiva el campo, más abundante frutos produce.
   Por muy tardo que tenga un hombre los sentidos, siempre llegará a comprender algo de los sagrados misterios, si es tenaz en la lectura……
…La lección, dice, necesita del auxilio de la memoria….. la lección y la meditación será el principio de todo aprovechamiento, pues si por la una, aprendemos lo que ignoramos, por la otra, conservamos lo aprendido”
   En medio de un siglo de tinieblas y de errores, su nombre es un faro de ortodoxia, cuyas llamaradas iluminan todos los campos de la teología.  Los teólogos carolingios, que tanto discutieron acerca de la predestinación, invocaron la autoridad de san Isidoro, y alguna vez en apoyo de sus errores.
   Isidoro prolífico, escribió tratados filosóficos, lingüísticos e históricos.  De entre sus numerosas obras, destacan: “De Natura Rerum,” sobre la fuerza de las cosas, un libro de astronomía e historia dedicado al rey visigodo Sisebuto.  “El Liber Numerorum,” “Las Diferencia,” “Las Sentencias,” “Viris Ilustribus,” entre otras muchas obras más.
   Pero Isidoro quería hacer público su plan de corregir, ampliar y completar aquella obra en la que se había propuesto condensar todo el saber de la antigüedad.  El libro donde  culmina la producción extensa y variada del gran polígrafo, monumento gigantesco, cristalización genial de los conocimientos que había atesorado en su memoria y almacenado Nexus ficheros.  Todo el saber antiguo debía estar aquí condensado, sistematizado y ordenado.  “LAS ETIMOLOGÍAS,” una primera enciclopedia escrita en la cultura occidental, y toma su nombre del procedimiento de enseñaza que utiliza.  Empieza siempre la exposición buscando el significado original de la palabra.  De aquí el nombre de “Orígenes” o  “Etimoligías”
   El estudio de las artes liberales, le sirve de introducción. Siguen las nociones fundamentales de la medicina, y tras ella las leyes de los tiempos, con un breve resumen de la historia universal.  A continuación, la noticia de las cosas sagradas, de la religión y de las sectas; y luego la exposición de toda suerte de conocimientos profanos:  lingüística y etnológica; sociología y jurisprudencia; geografía y agricultura; historia natural y cosmología; lengua, raza, monstruos, animales, minerales, plantas, edificios, campos, caminos, jardines, construcciones, bibliotecas, vestidos, costumbres, instrumentos de la paz y de la guerra, ciencia militar, máquinas y utensilios de todas clases.  Partiendo de Dios, pasa por los ángeles hasta el hombre, baja del hombre a los animales para extenderse luego al reino inanimado, al mundo material con sus partes, átomos y elementos.  Desde la teología hasta la indumentaria, desde el cedro del Líbano hasta el isótopo del arroyo.
   Entendiendo Isidoro que su misión aún es más alta todavía, traza un puente entre el mundo antiguo y el nuevo, armonizando el conocimiento profano y la conquista de los siglos que no conocieron a Cristo con el pensamiento más alto de la filosofía cristiana.
   Las Etimologías fue el primer retorno al mundo pagano después de la ofensiva de los bárbaros.  Por ella empezaron a admirar la antigüedad los discípulos de San Isidoro, y en ella aprendieron el amor a los clásicos, aquellos poetas polemistas en la corte de Carlomagno.
   Se trata ciertamente de una obra más basta que profunda, pero aún así es casi increíble cómo pudo realizarla un solo hombre, y un hombre cuya vida se desarrolló preferentemente entre las agitaciones del gobierno, de la política y de la administración.   La Edad Media apenas podía comprender en una cabeza tantas y tan diversas ciencias.
   La labor de Isidoro había sido una labor abnegada, a veces impersonal y con frecuencia anónima.  Su obra había salvado una civilización al darse cuenta de la necesidad más urgente de aquella sociedad que empezaba a reorganizarse.  Vio con claridad meridiana su misión de pedagogo, no solo de un pueblo, sino también de un mundo. La España visigótica vivía del impulso de Isidoro, lo mismo en el aspecto religioso que en el literario y social.  Es seguro que sin la personalidad de Isidoro hubiera tomado un sesgo muy distinto toda la cultura medieval.  Aquella España que había permanecido replegada en sí misma desde los últimos días de imperio romano, sin el espíritu peregrinante de las cristiandades célticas, sin el anhelo misional de los mojes merovingios, penetra de súbito en todos los círculos de la sociedad nueva por medio de los libros de su gran doctor.  Esos libros pasan las fronteras antes de morir Isidoro, y aún no ha terminado aquel glorioso siglo VII, cuando ya se leen en los centros científicos de Italia, Francia, Irlanda, Inglaterra y las orillas del Rhin.   
   Todos los grandes maestros carolingios, y los sajones que les preceden, son admiradores incondicionales, lectores, imitadores y extractadores del obispo de Sevilla.  Muchos siglos antes que Alfonso X el Sabio mandase traducir en romance castellano las Etimologías, ya se leían en lengua alemana las sentencias y otros libros isidorianos.

   El día cuatro de Abril del año 636, la muerte del metropolitano venía a interrumpir los júbilos pascuales.  Todas las campanas de Sevilla y del entorno, lloraron la desaparición del hombre en torno del cual había girado la historia de España durante medio siglo.  
   En un amplio sarcófago familiar en un rincón al parecer, de la iglesia de San Vicente, descansan el sueño eterno de los tres hermanos, Leandro, Florentina e Isidoro.
   El 23 de Diciembre del año 1063, el rey Fernando Magno ordenó el traslado de los restos de San Isidoro a León, y fueron depositados en una basílica que se
acababa de construir, la que desde entonces se llamó Iglesia de San Isidoro.

   Nada hay mejor que la sabiduría, nada más dulce que la prudencia, nada más bello que la ciencia, nada peor que la necedad, nada más torpe que la estulticia. (necedad, tontería), nada más feo que la ignorancia, madre de los errores y fuente de los vicios.   El sumo bien es saber lo que has de evitar;  la suma miseria, ignorar adonde vas. 
   Ama pues la sabiduría y te revelará sus secretos.   Acércate a ella, conversa con ella, frecuenta su trato y te instruirá. No te avergüences de preguntar a otros lo que tú no entiendes.

  





                                                                                         Manuel Garrido

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